El amor conyugal y V: Gratitud

Una nueva riqueza, un nuevo impulso en la vivencia y en la expresión del amor es el descubrimiento de la gratitud. Cuando acojo en mí tu don, brota de mi ser un nuevo amor, distinto, con una significación peculiar. Es la gratitud por todo lo que tú has significado para mí. La gratitud porque me has amado tanto. La gratitud por todo lo que has llegado a despertar en mí; porque, sin duda , sin ti mi vida habría sido otra; sin ti no hubiera llegado a la plenitud que alcancé. La gratitud, en fin, por la dicha de haber sido el recipiente de tu don, Aunque de hecho muchas veces actuáis por gratitud, pocas veces os la expresáis. Pocas veces os detenéis a pensar en todo lo que el otro ha sido capaz de hacer por ti a lo largo de la vida, en todo lo que ha sido capaz de renunciar, en los esfuerzos, en los sacrificios, en las superaciones, en esas mil cosas que han contribuido a tu dicha, te han llevado a plenitud. Y si pocas veces las pensáis, menos las decís. ¿Por qué no intentarlo alguna vez? Sorprende a veces veros distanciados el uno del otro por un pequeño incidente, Algo muy pequeño ha sido capaz de eclipsar todo un horizonte de dedicación y de entrega. Tal vez es porque somos así… La gratitud, el reconocimiento por todo lo que habéis recibido el uno del otro estará en la raíz de la sencillez y de la humanidad del uno ante el otro. Del respeto. De esa pobreza radical que os hace a cada uno necesitar al otro para vivir. Un cristiano es aquel que ha entendido tan bien el Tanto nos amó Dios, que nos dio a su Hijo, que no puede obrar de otra manera que buscando lo que a Él agrada. Para quien ha entendido y saboreado lo que es el amor de Dios sobre  él, toda su vida será 3  una respuesta de gratitud, una respuesta de acción de gracias… Porque se me ha amado tanto. El amor de gratitud, de acción de gracias, nos impele con su fuerza a buscar, a saborear, a realizar lo que al otro agrada. Convencidos de que, en definitiva, cuando sinceramente respondéis a lo que hay de mejor y de más profundo en la petición muchas veces tácita del otro, le estáis también agradando a Él. La gratitud, lo gratuito, es la gracia en esta vida. Lo realmente gratificante. ¿Qué sería yo sin ti, que viniste a mi encuentro? ¿Qué sería yo sin ti, más que un corazón dormido en medio del bosque, más que una hora que se pasa en la esfera del reloj, qué sería sin ti, más que un balbuceo…? Todo lo he aprendido de ti sobre las cosas humanas, y he visto hasta ahora el mundo a tu manera. Todo lo he aprendido de ti como si bebiera en la fuente, como si leyera en el cielo las estrellas lejanas, como si repitiera la canción del que pasa cantando a mi lado. Tú me has tomado de la mano en este infierno moderno donde el hombre ya no sabe qué es ser dos. Tú me has dado la mano como un amante feliz.  

El amor conyugal IV: Comunión

 La comunión es la forma más alta de unidad que puede darse entre nosotros. La comunión resulta de que en Jesús somos uno. O como decían otros: «Yo soy tú y tú eres yo». De todos modos, la comunión brota de ese flujo del darse y del ser acogido, que provoca un nuevo don. Mutuamente, porque no hay comunión si el movimiento no es recíproco. Yo quisiera ver la comunión como algo más que la culminación del amor conyugal. 

La comunión de hecho es el gran don que la pareja puede ofrecer. La fecundidad no será otra cosa que la llamada a un nuevo ser a participar de la comunión. Y su educación, hacerle entrar de alguna forma en esa comunión de amor de los padres. Y la amistad, esa ofrenda, que se hace al amigo de la comunión. Y la oración, dejarla brotar. Y el compromiso será la explicitación de ese impulso irresistible de toda comunión a convertirse en don. La comunión es el gran don de la pareja a sus hijos, a la familia, a la Iglesia, a la sociedad. Más que de los alimentos, o de la medicina, o de los vestidos, tienen vuestros hijos necesidad de que os queráis, de saber que os queréis (tienen que saberlo), de participar en vuestro amor. 

Más que del vaso de vino, o del café, o de la cena, o de vuestro trabajo, o de vuestra generosidad en compartir, tienen vuestros amigos necesidad de sentir el calor de vuestro amor. Es la presencia del Espíritu, por el sacramento, la que fortificará, hará estable y fiel,  dulce y dichosa vuestra comunión. En Él sois uno. A veces os puede parecer lejana teoría lo que de hecho es realidad. Posiblemente en vuestra propia vida, a pesar de todo. Se trata de ser conscientes de estas cosas que son sublimes, es verdad, pero que si  las pedimos, las buscamos y las cuidamos resulta que llega un día en que son verdad en nosotros. A veces somos los últimos en enterarnos. Sin duda que el amor conyugal es mucho más. ¡Hay tantas connotaciones en él! Es elección. Es llamada. Es fuente de libertad. Es dicha, Es fidelidad… Creo que esta reflexión es suficiente para ahondar en nuestro propósito de pintar un boceto de la espiritualidad conyugal.

El amor conyugal III: Acogerse 

 

Si el amor es darse, amar es también acoger el don del otro. El don que tú me haces de ti mismo, yo lo acojo en mi ser. Y el don que yo hago de mí mismo, tú lo acoges en tu ser. Y cuanto más me amas, más limpia y transparentemente lo acoges. Sin prejuicios, sin sospechas, vacío de ti mismo. ¡Capacidad siempre dispuesta a ser colmada! ¡Oportunidad permanente! Pero tal vez, al darle la vuelta, al pensar en el «no acoger», lo entendamos mejor. 

Todos tenemos esa experiencia, la penosa experiencia que vive más que nadie nuestro Dios al ver que le cerramos tantas veces la puerta; esa experiencia , digo, de querernos dar y de que no se quiera acoger nuestro don. La experiencia dolorosa de no saber qué le pasa al otro, o al hijo, y por más que te acercas, te huye, y por más que le quieres hablar, te rechaza, y por más que le quieres expresar signos,  no los quiere entender… Acoger ¿qué? La respuesta es simple: la persona del otro, en cada momento de su vida. Es el tú lo que debe ser acogido, lo que necesita ser acogido. Día a día, hasta el fin. Es el simple hecho de tomarse de la mano antes de dormir, o de mirarse en los ojos para descubrir ese yo débil del otro que suplica. Porque oculta un misterio tan grande, se expresa en cosas bien pequeñas. 

Es el valorar lo que dice y lo que hace, sentir orgullo de tenerlo al lado, es el desear su presencia. Es  la aceptación de sus opiniones, por pequeñas que sean, siendo discretos al enmendar, sin negarlas por sistema, en especial ante los demás. Y la aceptación de sus narraciones, sin corregirlas continuamente. Es la aceptación de su realidad corporal, con sus  procesos y dolencias, con sus deficiencias y envejecimiento. Es descubrir bondad en sus respuestas. ¿Puede ser que, a veces, hasta la bondad del otro nos moleste?

Hay dos pequeños y diarios signos que expresan el acogerse. Uno es al despertar cada mañan, cuando el amor empieza a reconstruirle. Otro es cuando, después del trabajo cotidiano, os encontráis. En esos momentos, aunque sea un instante, ¿sois de verdad el uno para el otro? O primero es lo tuyo, tus desahogos, tus necesidades, tus agresividades… Os invitaría a despertar, a hacer crecer en cada uno el deseo del otro, el deseo de lo mejor del otro, el deseo de su presencia, el deseo de recibirlo, de acogerlo, de guardarlo, de saborearlo. Cada uno podría escuchar como dichas por el otro las palabr as del Señor: «Mira que yo estoy a tu puerta y llamo. Ábreme y cenaré contigo y tú cenarás conmigo» (Ap 3,20). 

El amor conyugal II: Darse

Amar, sobre todo, significa darse sin reservas, sin interrupciones, sin querer recuperar cada día una parcela de un don que una vez lo  hice total. Un don que tú haces de de ti mismo al otro. Por ninguna razón que lo motive. De un modo gratuito. Simplemente lo amas. Te das. No nos cuesta ser generosos, hasta elegantes, dando cosas: regalos sofisticados, obsequios deslumbrantes… Nos cues ta darnos. 

Pero es el gran reclamo del amor: «No quiero tus cosas, te quiero a ti: todo tú, sólo tú». «Mi padre, decía aquel muchacho, lo daría todo por mí, pero nunca tiene diez minutos para darme… » Amar no es dar cosas. Es darte tú. Darse uno mismo es  una actitud profunda en el ser que renuncia a vivir en función de sí, que abre sus puertas y es capaz de arriesgar intimidad, que está atento al otro, a su escucha y lo acoge. Que busca la felicidad del otro. Os llamaría la atención sobre tres signos de v eracidad de este don:  

La palabra . Observad que al enfadaros es lo primero que os negáis: dejáis de hablares. Habéis cerrado las puertas y os replegáis en vosotros mismos. Sin embargo, cuando te dices y abres tu corazón en las pequeñas y en las grandes cos as, te das.  

El encuentro sexual . Cuando, más allá de satisfacer las necesidades, quiere expresar y ser signo de tu ofrenda al cónyuge y de su aceptación. Si te niegas fácilmente por cualquier pretexto, si rara vez surge de ti la solicitud, ¿dónde está tu don?  

La respuesta . A esas peticiones verdaderas del otro. Si estás atento, las descubrirás, y si eres capaz de darte, las responderás en tu medida, Te estás dando. Después, los pequeños o grandes obsequios, recobran toda su significación. El amor hace siempre referencia a la vida. El don es lo que hace vivir, lo que nos ayuda a ser. Si nosotros somos, si existimos, es porque nuestro Dios es, antes que nada, El-QUE-SE-DA. Él es el amor. Y entre nosotros es lo mismo. Y no sólo porque os dais surgen a través d e vosotros nuevos seres, vuestros hijos. Cada uno de vosotros sois, existís, en la medida en que cada uno hace don de sí al otro. Todos tenemos esa experiencia de que es el amor que se nos da lo que nos hace ser. Tu don es lo que le hace ser al otro, y cuando le niegas tu don, le estás negando el ser al otro. 

La Creación y el abrazo

El escultor renacentista Donatello es el autor de una curiosa obra de terracota llamada «La creación de Eva».

En la Biblia apenas hay algún pasaje en el que el creador y la criatura se abrazan. Oseas nos ofrece una excepción: “Yo enseñé a andar a Efraím, lo tomaba en mis brazos; pero ellos no entendían que Yo los cuidaba. Con vínculos de afecto los atraje, con lazos de amor. Era para ellos como quien alza a un niño hasta sus mejillas” (11, 3-4).

El joven Donatello representa con barro la creación de Eva, de un modo original, Dios trae a la vida a Eva con un abrazo. Eva con rostro de niña se agarra, con una confianza filial, a Dios por el hombro con un brazo y por la cintura con otro, mientras que dios la levanta abrazándola por la cintura.

Cuanta verdad sobre Dios y el ser malo al verla este sencillo abrazo, parece que nada representa mejor el paraíso que este abrazo. Dios parece inclinado hacia la criatura y la obra condensa en barro todo un trabajo de antropología teológica. La majestad divina no desaparece, sino que se confirma paradójicamente en ese abrazo a la criatura, en ese abajamiento que los teólogos denominan ”Kenosis”. 

La compleja acción divina de sacar, crear, moldear, edificar y levantar a Eva, acción que la Biblia concentra en un solo verbo: “formar“ se convierte en el arte de Donatello en un verdadero abrazo recíproco, único, en la historia, en el que vemos en los brazos levantados de Eva la respuesta afectuosa al abrazo de Dios.

El amor conyugal I: Aceptar al otro

Aceptar al otro tal como es supone vencer la tentación de querer hacerlo a nuestra imagen y semejanza, sometiéndolo a ser “lo que siempre pensé que tendría que ser él/ella”. 

Demasiadas veces, quizá por evitar conflictos, por ahorrarnos esas pequeñas “muertes” que suponen renunciar a nuestras ideas para buscar juntos, uno de los dos sucumbe convirtiéndose en la sombra del otro. Nos condenamos a repetir con tristeza la vida, aceptando la imposición que deja un regusto amargo para siempre.

“Si me obligas a responder a tus sueños, a tus obsesiones, a tus necesidades, … ya no somos dos que caminan unidos, que crecen juntos, que saborean el gozo de la victoria del amor sobre el egoísmo”.

Aceptar al otro tal y como es, con sus grandezas y sus miserias, sus genialidades y sus manías, con sus limitaciones y humores, es amarlo realmente. Esperar para amarlo a que sea lo que yo quiero que sea, no es amar, es amarme a mí mismo.

Aceptar al otro tal y como es, significa no decir nunca “me lo se de memoria”, “ya se todo lo que pueda decir”, es creer en él y esperar de él, es aceptar ese dinamismo interno de toda vida que nos hace insospechados cada día. Es asumir la realidad cambiante del otro, tantas veces insospechada.

La belleza en la mujer

«A partir de los 50 años, la belleza es el resultado de la simpatía, de la elegancia, del pensamiento, no más del cuerpo y los rasgos físicos. La belleza se vuelve un estado del espíritu, un brillo en los ojos, el temperamento. La sensualidad va a surgir más de la sensibilidad que de la apariencia. Una mujer aburrida, deprimida o desagradable puede ser bonita antes de los 50. Una mujer egoísta, oportunista o cobarde puede ser bonita antes de los 50. Después, ya no, después se acaba la facilidad. Después lo que ilumina la piel es si ella es amada o no, si ella es educada o no. Después de cierta edad la belleza viene del carácter. De la manera en que los problemas son enfrentados, de la alegría al despertar y de la actitud. A cierta edad, la amistad es la crema que estira las arrugas, el afecto es el protector solar que protege el rostro. La belleza pasa a ser la comunicación, el buen humor. La belleza pasa a ser la inteligencia, la gentileza. Después de los 50, 70 o los que vengan, sólo la felicidad rejuvenece…”

Carla Bruni

El amor conyugal

 La benevolencia que caracteriza el amor de amistad impulsa a buscar el bien de los demás, a darles lo que puede contribuir a su bien. Pero cuando otro presenta a nuestros ojos un atractivo particular, un carácter único, puede convertirse en alguien a quien queremos dárselo todo, ofrecerle lo mejor de nosotros, lo más valioso que tenemos… nosotros mismos. Así nace el amor conyugal. Allí donde la amistad une las voluntades, el amor conyugal va más lejos: une al hombre y a la mujer, en la totalidad de su dimensión corporal y espiritual, hasta llegar a ser, como dice tan poderosamente la Biblia, «una sola carne» (Gn 2, 24). Eso se expresa con estas palabras: «Yo me entrego a ti» y «nos entregamos el uno al otro».

El amor conyugal es esta forma de amor que va hasta el don de sí, que es por definición un don total, porque no se puede dividir ese «sí». Y puesto que es total, este don es también exclusivo y definitivo: solamente a ti y para siempre. No solo entregamos todo lo que tenemos, sino todo lo que somos, y lo damos a una sola persona y para siempre. Y si nuestro don es aceptado, suscita el don del otro a nosotros. ¿Por qué insistimos en la expresión «entregamos todo lo que somos»? Es una consecuencia de la mirada amorosa. Lo que suscita el amor, lo que ha transformado la atracción en don desinteresado, no es un aspecto parcial del otro, algo de lo que tiene, como puede ser la belleza corporal, su inteligencia, su habilidad en tal o cual aspecto, y menos aún sus bienes materiales, su prestigio o su posición

social. El amor se dirige a la persona, a lo que ella es: «Yo soy de mi amado, y mi amado es mío» (Ct 6, 3). El compromiso del matrimonio es para lo mejor y lo peor, pues ninguna circunstancia puede destruirlo. Nada de lo que pertenece al orden del tener puede afectar al don de los seres. Al contrario, las dificultades tienden a reforzar el verdadero amor: toda pérdida en el orden del tener (revés financiero, enfermedad, injusticia, etc.), hace resurgir lo esencial del don, que es el don del ser. Eso se verifica también en las parejas mayores, donde el amor se enriquece de día en día: la decrepitud de los cuerpos –pobreza creciente del tener– revela progresivamente la belleza de las almas –riqueza del ser. Queremos dar todo lo que somos porque nuestra apertura al bien no tiene límites. Nuestra capacidad de amar apunta a la plenitud. Tenemos una sed insaciable de hacer el máximo para el bien del otro, de dar lo mejor de nosotros, lo más preciado, sin el menor límite.

Seminckx, Stéphane

Amistad en el matrimonio

Muchos piensan que su estatuto de esposo o esposa hace superfluo el de amigo o amiga. Se consideran dispensados de las exigencias del amor de amistad, porque se sitúan, por así decir, en un nivel más alto. Es un error frecuente, sobre todo en la cabeza de los varones, menos sensibles a la faceta espiritual del amor. Algunos no saben que la ​​amistad se cultiva durante toda una vida como dimensión esencial del matrimonio. 

La amistad enriquece al infinito el lenguaje del amor, que no se limita a la «palabra» del acto conyugal: «Después del amor que nos une a Dios, el amor conyugal es “la máxima amistad”» (Tomás de Aquino, citado por Francisco en AL 123). El don de sí, que se expresa con una fuerza particular en el acto conyugal, debe mostrarse también en las mil pequeñas «palabras» cotidianas de la benevolencia: el tiempo dedicado al otro, la atención, la escucha, el respeto, la comprensión, los piropos, las palabras de amor, los pequeños (o grandes) regalos, los servicios, las caricias, los besos, etc… Todas estas «palabras» traducen el deseo de hacer que aumente el bien del otro, de hacerle cada día mejor.

En este «vocabulario» del amor, el perdón tiene un lugar especial. En una pareja, es normal que haya divergencias. Se podría incluso decir que es necesario que las haya, pues una pareja en que los cónyuges coincidieran en todo –temperamento, carácter, visión del mundo, gustos, opiniones, etc– llevaría una vida en común terriblemente aburrida. Tiene que haber divergencias de puntos de vista, de sensibilidad, de enfoques, que provocan a veces malentendidos y choques.

En la estructura del amor conyugal, la amistad contribuye, sobre todo, a que destaque la dimensión espiritual del don, mientras que la atracción incide más sobre la dimensión física. En el acto conyugal estas dos dimensiones van unidas. Su dimensión física es evidente y el hombre es particularmente sensible a ella. Pero su dimensión espiritual es esencial, pues es la que convierte este acto en un verdadero don, en lo más profundo del corazón de los cónyuges. Esta dimensión es especialmente importante para la mujer, que, más que el hombre, necesita sentirse reconocida, amada en cuanto persona.

Seminckx, Stéphane. “Si tú me dices ‘ven’”: Una visión cristiana del éxito en el amor 

El amor de atracción

El amor de atracción es el que surge «entre el hombre y la mujer, que no nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto modo se impone al ser humano» (DCE 3). Benedicto XVI señala que los antiguos griegos dieron a ese amor el nombre de eros. Cuando se publicó la encíclica «Deus caritas est», algunos medios se extrañaron de encontrar la noción de eros: esta palabra está en la raíz de la noción de erotismo, que parece extraña en un discurso pontificio sobre el amor. En latín, esa atracción se llama concupiscentia. Se refiere, según el diccionario, al «apetito desordenado de placeres deshonestos» en el contexto sexual. En el lenguaje corriente, esa palabra tiene un significado peyorativo: una persona concupiscente es sospechosa de ser viciosa.

Por ahora nos limitaremos a retener que se refieren al sentimiento que nace entre hombre y mujer, no deliberado, sino que se impone a ellos. Es algo del orden de la «tendencia» o del «impulso». La atracción es un hecho: la mujer atrae al hombre y el hombre atrae a la mujer. Y se atraen en primer lugar por lo que es más perceptible, es decir, su cuerpo. La mujer atrae al hombre porque, en su cuerpo, el hombre reconoce a una persona de sexo femenino, con toda una serie de características que hacen de esa persona un ser atractivo. Y la misma reacción se observa en el otro sentido.

El amor de atracción es ante todo carnal: comienza por identificar al otro en su cuerpo, en su carne, como una realidad atractiva, un bien deseable, también desde el punto de vista sexual. En un segundo momento, la atracción descubre –más allá del cuerpo– a la persona, con toda su riqueza psicológica, espiritual, moral, que es también atractiva. La atracción está pues motivada tanto por la sensualidad –la reacción de los sentidos a la percepción del otro en tanto que cuerpo– como por el «encanto» –la reacción suscitada por la dimensión más espiritual del otro. En sí mismo es algo espontáneo, natural, inscrito en la naturaleza humana. En su encíclica, Benedicto XVI lo llama también «amor ascendente» (DCE 7), pues, en cierta manera, es una forma de amor que «sube» en nosotros. En quien experimenta la atracción, esta situación podría expresarse con la declaración siguiente: «Te veo como algo bueno para mí».–