
La benevolencia que caracteriza el amor de amistad impulsa a buscar el bien de los demás, a darles lo que puede contribuir a su bien. Pero cuando otro presenta a nuestros ojos un atractivo particular, un carácter único, puede convertirse en alguien a quien queremos dárselo todo, ofrecerle lo mejor de nosotros, lo más valioso que tenemos… nosotros mismos. Así nace el amor conyugal. Allí donde la amistad une las voluntades, el amor conyugal va más lejos: une al hombre y a la mujer, en la totalidad de su dimensión corporal y espiritual, hasta llegar a ser, como dice tan poderosamente la Biblia, «una sola carne» (Gn 2, 24). Eso se expresa con estas palabras: «Yo me entrego a ti» y «nos entregamos el uno al otro».
El amor conyugal es esta forma de amor que va hasta el don de sí, que es por definición un don total, porque no se puede dividir ese «sí». Y puesto que es total, este don es también exclusivo y definitivo: solamente a ti y para siempre. No solo entregamos todo lo que tenemos, sino todo lo que somos, y lo damos a una sola persona y para siempre. Y si nuestro don es aceptado, suscita el don del otro a nosotros. ¿Por qué insistimos en la expresión «entregamos todo lo que somos»? Es una consecuencia de la mirada amorosa. Lo que suscita el amor, lo que ha transformado la atracción en don desinteresado, no es un aspecto parcial del otro, algo de lo que tiene, como puede ser la belleza corporal, su inteligencia, su habilidad en tal o cual aspecto, y menos aún sus bienes materiales, su prestigio o su posición
social. El amor se dirige a la persona, a lo que ella es: «Yo soy de mi amado, y mi amado es mío» (Ct 6, 3). El compromiso del matrimonio es para lo mejor y lo peor, pues ninguna circunstancia puede destruirlo. Nada de lo que pertenece al orden del tener puede afectar al don de los seres. Al contrario, las dificultades tienden a reforzar el verdadero amor: toda pérdida en el orden del tener (revés financiero, enfermedad, injusticia, etc.), hace resurgir lo esencial del don, que es el don del ser. Eso se verifica también en las parejas mayores, donde el amor se enriquece de día en día: la decrepitud de los cuerpos –pobreza creciente del tener– revela progresivamente la belleza de las almas –riqueza del ser. Queremos dar todo lo que somos porque nuestra apertura al bien no tiene límites. Nuestra capacidad de amar apunta a la plenitud. Tenemos una sed insaciable de hacer el máximo para el bien del otro, de dar lo mejor de nosotros, lo más preciado, sin el menor límite.
Seminckx, Stéphane