
Nuestros antepasados, con sus más y sus menos, disponían de un centro referencial, unas coordenadas vitales, una estrella polar a dónde dirigirse en caso de pérdida existencial. En cambio, nuestros coetáneos, especialmente los más jóvenes, carecen de toda referencia. En todo caso sólo disponen de artilugios con GPS que no sirven para nada. Están creciendo y tomando puestos de responsabilidad en un mundo sin rumbo, sin norte ni normas. Les hemos enseñado que lo importante es que sean libres, pero no que sean buenos. Y francamente, no saben cómo serlo. Les hemos atiborrado de señuelos del tipo «han de ser los primeros», «lo importante es el éxito», «no tienen que dejar de ser independientes», «no han de comprometerse irreversiblemente», «han de poder disfrutar de la vida que solo se vive una vez». Esto, dicho sucintamente, es sencillamente demoledor porque conlleva la disolución de los vínculos humanos; y su corolario necesario es la soledad, y en el mejor de los casos, soledad compartida y, en algún caso, compasiva:no hay compromisos, todo es volátil (…)
Para superar la ruptura de nuestra generación y poder regresar al buen sentido, hemos de ponernos en vanguardia frente a los disvalores de la postmodernidad que nos ha metido en un buen embrollo, en un laberinto que no tiene salida: entender la vida lograda y feliz como un atiborrarse de trastos y tener los instintos ‘saciados’ (que nunca lo están). Porque tal cosa es del todo insatisfactoria y es la puerta de múltiples desórdenes. Hoy en Occidente, sin moral que compartir, por más que nos calentemos los sesos con leyes, normas y reglamentos, no somos capaces de salir del marasmo, porque hemos abandonado el bien, la verdad y la belleza en pos de lo útil, lo práctico y lo cuántico (lo contante y sonante).
P. López-G.Marco