
En su última encíclica, el Papa ha querido enlazar nuevamente con el legado espiritual de san Francisco de Asís, como lo hizo al comienzo de su pontificado, al escoger el nombre de Francisco. Un gesto lleno de significado, seguido de muchos otros, encaminados todos ellos a evocar la renovación espiritual que inició el santo de Asís en la Iglesia y el mundo de su tiempo, sacudiendo inercias y llamando la atención sobre la radicalidad del mensaje evangélico; un mensaje que, cuando se acoge en toda su hondura, tiene el potencial de revolucionar lugares comunes, rutinas e ideas acostumbradas. Glosando la parábola evangélica del buen samaritano, Francisco ha querido llamar la atención sobre una de las dimensiones de la fraternidad cristiana, que en una época marcada por enfrentamientos y polarizaciones, resulta estrictamente revolucionaria, y llena de consecuencias para la vida social: justamente la apertura al otro, más allá de todos los muros que puedan levantar nuestras costumbres, intereses o simpatías. En Fratelli tutti, Francisco aborda muchas cuestiones, pero el hilo conductor es siempre este: para gestar sociedades abiertas y fraternas sin duda es precisa una revolución, cuyo contenido puede leerse en la figura del buen samaritano, el cual manifiesta en su conducta una apertura de corazón que no sabe de barreras identitarias, y es por ello capaz de inspirar la reforma de mentalidades, costumbres y la misma práctica política.
Ana Marta González en «Alfa y Omega»