
Mi tío murió como un hombre bueno y sencillo: hizo todo lo que pudo por ahorrar a los que le rodeaban el espectáculo de su dolor. “Cosa imperfectísima me parece -decía Santa Teresa- este aullar y quejar siempre, y enflaquecer el habla, haciéndola de enfermos; aunque lo estéis si podéis más, no lo hagáis, por amor De Dios”. Hay almas superiores que saben tener ese gesto supremo en sus angustias: mi tío fue de esas almas. Padeció atrozmente en sus últimos días; él decía que era como si tuviera cerca “unos perritos que venían a morderle”. Y cuando sentía los crueles aguijonazos, él intentaba sonreír y exclamaba: “¡Ya están aquí los perricos!” (…) Si hay un mundo mejor para los hombres que han paseado por la tierra con una sonrisa de bondad, allí estará mi tío Antonio, con su cadena de oro al cuello, oyendo eternamente música de Rossini. Azorín en «Las confesiones de un pequeño filósofo»