
“El Señor, Dios clemente y misericordioso, es lento para la ira y rico en fidelidad”. Ex 34, 6.
La paciencia es una prerrogativa divina, Dios es magnánimo, constante, paciente, “lento a la ira”. Para un cristiano la paciencia es “capacidad de ver y de sentir con magnanimidad”, es decir, el arte de acoger y vivir lo inacabado. En este segundo aspecto la paciencia se revela necesariamente como humilde: lleva al hombre a reconocerse como inacabado, y en este sentido se convierte en paciencia con uno mismo; además reconoce que las relaciones con los otros son frágiles e imperfectas, por tanto se estructura como paciencia con los otros.
La paciencia es la virtud de una Iglesia que espera al Señor, que vive responsablemente el “todavía no” sin anticipar el fin y sin erigirse a sí misma como el fin último del designio de Dios. Rechaza la impaciencia tanto del fanatismo como de la ideología, y recorre la vía fatigosa de la escucha, de la obediencia y de la espera en relación con los otros y con Dios, para construir la comunión que es posible, histórica y limitada, con los otros y con Dios. La paciencia es atención al tiempo del otro (entendido como proceso), en la plena conciencia de que el tiempo se vive en plural, con los otros, convirtiéndolo en acontecimiento de relación, de encuentro, de amor.