
Los cuatro grandes postulados recuperados en la Guerra Civil, se presentaron de inmediato a Franco y los franquistas como la herencia que había que hacer llegar a las generaciones futuras. Era necesario para ello una institución permanente que los afirmara. Y un sistema político que garantizara su transmisión. Fue igualmente el nacionalismo españolista de Franco el que, desde hora temprana, le llevó a considerar que la consolidación definitiva del régimen derivado de la Guerra Civil -victoria sobre los enemigos constantes de la España tradicional-, más allá de su mando personal, en beneficio de la nación y para siempre, no podía ser sino la Monarquía: la Monarquía debería asegurar el desarrollo en continuidad de lo conseguido. Durante siglos, la Monarquía en España había formado parte de la concepción tradicionalista del Estado. Desde el Estado monárquico unitario y católico debería completarse la reestructuración de la sociedad española, de acuerdo con los principios de gobierno presentados también como tradicionales de la democracia orgánica o corporativismo. En esta perspectiva, nunca se consideró ni remota mente que la sociedad pudiera gozar de autonomía, -debía ser en todo momento tutelada por la actividad estatal- y, menos aún, que el Estado en cuanto encarnación de la autoridad debiera comportarse como servidor de la sociedad y en consecuencia sometido a sus decisiones. Lo más que se podría conceder a la sociedad española seria una cierta representación corporativa de vago sabor tradicional: las Cortes. Allí se podrían discutir incluso las decisiones estatales. Pero sin olvidar su refrendo. No parece que fueran muchos los que cayeran en la cuenta de que en España -y, claro está, que no sólo en España- las corporaciones sólo habían tenido vida mientras no hubo Estado. Y que el Estado existió en la medida en que logró anular casi por entero a los cuerpos naturales.
Dado que la Monarquía liberal se había suicidado en 1931, cuando Alfonso XIII optó por salir del país haciendo dejación de sus derechos; y que la II República habia resultado demolida por la revolución social que sacudió a la España gubernamental a partir de julio de 1936, no era posible volver a nada porque nada había. Se hacia afortunadamente preciso ir a la instauración con mucha calma, por la misma tremenda violencia de las pasiones despertadas por la guerra de un Estado nuevo obligadamente monárquico por lo mismo que se le quería tradicional. De este razonamiento se derivaban consecuencias diversas: sólo la juventud española que no habla participado en la guerra, y que debería ser educada de forma adecuada para que no incurriera en los errores de sus padres, estaría en condiciones de dirigir con normalidad la vida del nuevo Estado español. Igualmente sería preciso que el rey que sucediera a Franco fuera persona plenamente identificada con los ideales del Movimiento Nacional, sin trasnochadas veleidades liberales y democráticas. Y sólo se produciría el traspaso de poderes cuando Franco entendiera que todo estaba ya hecho, por juzgar que el rey futuro o no sabría o no estaría en condiciones de llevar lo a cabo. Tres razones de índole distinta, pero que quizá ayuden a entender en buena parte la parsimonia de las decisiones de Franco.
Gonzalo Redondo en “Política, cultura y sociedad en la España de Franco”