
El problema de la conciencia se ha convertido actualmente, sobre todo en el ámbito de la teología moral, en un punto esencial del conocimiento moral católica. La disputa gira en torno a los conceptos “libertad” y “norma”, “autonomía” y “heteronomía”, “autodeterminación” y “heterodeterminación” por la autoridad. La conciencia aparece en todo ello como baluarte de la libertad frente a las constricciones de la existencia causadas por la autoridad
En la controversia se contraponen dos concepciones de lo católico: un entendimiento renovado de su esencia, que despliega la fe cristiana desde el fondo de la libertad y un anticuado modelo “preconciliar”, que subordina la existencia cristiana a la autoridad, la cual regula la vida hasta en sus más íntimos recintos tratando de mantener su poder sobre los hombres. De este modo, la moral de la conciencia y la moral de la autoridad parecen enfrentarse como dos morales contrapuestas.
La libertad del cristiano quedaría a salvo gracias a la proposición originaria de la tradición moral: la conciencia es la norma suprema, que el hombre ha de seguir incluso contra la autoridad. Cuando la autoridad, en este caso el Magisterio de la Iglesia, hable sobre problemas de moral, podrá suministrar el material a la conciencia, que se reserva siempre la última palabra, para que forme su propio juicio. La concepción de la conciencia como instancia última es recogida por algunos autores en la fórmula “la conciencia es infalible”.
En este punto se puede, con todo, plantear la oposición. Es incuestionable que debemos seguir siempre el veredicto evidente de la conciencia o, al menos, que no debemos obrar en su contra. Cosa muy distinta es saber si el fallo de la conciencia tiene razón siempre, si es infalible. Decir que lo es significaría tanto como establecer verdad alguna, al menos en asuntos de moral y religión, es decir, en ese ámbito que forma el fundamento constitutivo de nuestra existencia. Como los juicios de conciencia se contradicen unos a otros, sólo habría una verdad del sujeto, que se reduciría a su veracidad.
Joseph Ratzinger en «liberar la libertad» pp. 91-92.