
Encaramado en el progreso tecnocientífico, el siglo XXI es derribado estrepitosamente y obligado a ponerse de rodillas ante una criatura ciega e invisible. Veinte años atrás, un joven siglo que no gana para sustos entraba en la historia de las calamidades por la puerta grande de las Torres Gemelas. Apabullados por estos reveses, los occidentales, nietos de la Ilustración y del Positivismo, devotos de la Diosa Razón, todavía nos preguntamos qué está pasando, incapaces de asimilar los bofetones. Así lo pone de manifiesto, pienso yo, la decepcionante respuesta de nuestros líderes. Valga el ejemplo que mejor conozco: España.
En sus discursos a la nación, el Rey Felipe y el Presidente Pedro Sánchez solo han sido capaces de volcar sacos de tópicos sobre sus desprevenidos oyentes. Parece mentira que tengan asesores con sueldos astronómicos. Si nos fijamos en el fundamento de lo que dicen, encontramos un curioso rasgo común: Pedro y Felipe —antagónicos en cuestiones no solo políticas- apelan a la ciencia y olvidan la Providencia. Sabemos que la posmodernidad justifica esas frivolidades, pero a Pedro y Felipe no les pagamos para que vayan de posmodernos. Como particulares pueden creer o no creer en la ciencia o en la Providencia, en ambas o en ninguna: están en su derecho. En cambio, cuando hablan como representantes de todos los españoles, si omiten el recurso a la oración, a la protección divina, dejan de representar a unos cuantos millones de ciudadanos. ¿Por qué? Muy sencillo: porque esos millones —entre los que se cuentan policías y bomberos, médicos y militares, sacerdotes y enfermeras, madres que educan a sus hijos, estudiantes y profesores, niños y ancianos, vascos y catalanes, gallegos y andaluces-tienen el convencimiento de que Dios está muy por encima de los sentimientos de unidad y solidaridad invocados por el Rey y el Presidente. Sentimientos que, como nos recuerda Confucio, tienden a venirse abajo cuando Él no los sostiene, porque «si no se respeta lo Sagrado, no hay nada sobre lo que se pueda edificar una conducta».
La apuesta por la trascendencia ha sido una constante en la historia humana, especialmente en la civilización que hunde sus raíces en Atenas, Roma y Jerusalén. Platón la resume en el inolvidable mito de la caverna, con tres palabras inmensas: Hay otro mundo. Dostoiewski —otro magnífico botón de muestra-, prisionero en Siberia, medio ateo, tuvo tiempo de meditar a fondo durante cinco años. Rodeado de asesinos de la peor calaña, con la sola compañía de la Biblia, con el puñal de la agonía unamuniana clavado en el alma, escribió lo que sigue: «Soy hijo de este siglo, hijo de la incredulidad y de las dudas, y lo seguiré siendo hasta el día de mi muerte. Pero mi sed de fe siempre me ha producido una terrible tortura. Alguna vez Dios me envía momentos de calma total, y en esos momentos he formulado mi credo personal: que nadie es más bello, profundo, comprensivo, razonable, viril y perfecto que Cristo. Y diría más: si alguien me demostrara que Cristo no es la verdad, yo preferiría permanecer con Cristo y no con la verdad».
José R. Ayllón
- Autor de «El mundo de las ideologías» y «10 ateos cambian de autobús».