El cuerpo, en su masculinidad y feminidad, está llamado «desde el principio» a convertirse en la manifestación del espíritu. Se convierte también en esa manifestación mediante la unión conyugal del hombre y de la mujer, cuando se unen de manera que forman «una sola carne». En otro lugar (cf. Mt 19, 5-6) Cristo defiende los derechos inviolables de esta unidad, mediante la cual el cuerpo, en su masculinidad y feminidad, asume el valor del signo, signo en algún sentido, sacramental; y además, poniendo en guardia contra la concupiscencia de la carne, expresa la misma verdad acerca de la dimensión ontológica del cuerpo y confirma su significado ético, coherente con el conjunto de su enseñanza. Este significado ético nada tiene en común con la condena maniquea, y, en cambio, está profundamente compenetrado del misterio de la «redención del cuerpo», de que escribirá San Pablo en la Carta a los Romanos (cf. Rom 8, 23). La «redención del cuerpo» no indica, sin embargo, el mal ontológico como atributo constitutivo del cuerpo humano, sino que señala solamente el estado pecaminoso del hombre, por el que, entre otras cosas, éste ha perdido el sentido límpido del significado esponsalicio del cuerpo, en el cual se expresa el dominio interior y la libertad del espíritu. Se trata aquí —como ya hemos puesto de relieve anteriormente— de una pérdida «parcial», potencial, donde el sentido del significado esponsalicio del cuerpo se confunde, en cierto modo, con la concupiscencia y permite fácilmente ser absorbido por ella.
Juan Pablo II. Audiencia 22.10.80