
“El profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre (de todo hombre) se llama Evangelio, es decir Buena nueva. Se llama cristianismo». Juan Pablo II
Nietzsche nos advirtió desde hace tiempo de que la “muerte de Dios” es perfectamente compatible con una “religiosidad burguesa”. El no pensó ni por un momento que la religión se hubiera acabado. Cuando hablaba de la muerte de Dios, lo que ponía en cuestión era la capacidad de la religión para mover a la persona y abrir su mente. La religión se ha convertido en un producto de consumo, una forma de entretenimiento, una forma de consuelo para los débiles o una empresa de servicios emotivos, destinada a satisfacer algunas necesidades irracionales mejor que nadie. Aunque pueda sonar unilateral, puede que Nietzsche tuviera razón.
En esta situación histórica del hombre, donde el cristianismo debe mostrar su relevancia antropológica, su conveniencia humana, precisamente por su capacidad de “mover a la persona y abrir su mente”, el hombre de hoy tomará en serio la propuesta cristiana si la percibe como una respuesta significativa a sus necesidades fundamentales. Para ello el cristianismo cuenta con un gran aliado: todas las dificultades que vive el hombre de hoy no consiguen arrancar de su corazón la esperanza de alcanzar su plenitud humana.
Julián Carrón