
En la modernidad nace como idea central en la comprensión del hombre la subjetividad. Con el Renacimiento y la Ilustración la historia bascula desde la idea de un cosmos físico y eterno al yo moral y mortal, titular de una dignidad máxima e incondicional desconocida en siglos anteriores. El hombre se convierte en un fin en sí mismo, nada prevalece sobre la dignidad individual, un nuevo concepto de dignidad que no es prestada, sino propia, inmanente y autofundada.
Pero permanece la muerte como realidad inexorable y entonces se consuma el escándalo. Porque he aquí que este individuo máximamente digno sufre la injuria máxima, que es su muerte, experimentada ahora en la plenitud doliente de su significado. Recuérdese que sólo lo particular muere, no lo general. El cosmos era aquella generalidad suprapersonal que existía eternamente, semejante a lo divino.
Pero, tras el giro subjetivo, la fuente de ser se desplaza al individuo, que, como cualquier otro organismo viviente, muere de verdad y a fondo. En la modernidad, la muerte no es una vicisitud incidental en la corteza del ser, como en la cosmovisión premoderna, sino la negación absoluta del ser, su total y definitiva anulación. El escándalo se hace insoportable: si el individuo es aquel ser cuya perfección dignifica la vida, su destrucción supone la mayor de las indignidades imaginables.
La muerte destruye absolutamente ese yo absoluto y borra sus huellas. El cosmos deja de comportarse con su más ilustre habitante como una naturaleza proveedora y maternal y se desenmascara como mundo injusto, lejos de ser divino, en extremo inhumano. Por primera vez en la historia de la humanidad, el hombre empieza a interrogarse inevitablemente ¿para qué vivir?
Javier Gomá en “Dignidad”