
Si el amor es darse, amar es también acoger el don del otro. El don que tú me haces de ti mismo, yo lo acojo en mi ser. Y el don que yo hago de mí mismo, tú lo acoges en tu ser. Y cuanto más me amas, más limpia y transparentemente lo acoges. Sin prejuicios, sin sospechas, vacío de ti mismo. ¡Capacidad siempre dispuesta a ser colmada! ¡Oportunidad permanente! Pero tal vez, al darle la vuelta, al pensar en el «no acoger», lo entendamos mejor.
Todos tenemos esa experiencia, la penosa experiencia que vive más que nadie nuestro Dios al ver que le cerramos tantas veces la puerta; esa experiencia , digo, de querernos dar y de que no se quiera acoger nuestro don. La experiencia dolorosa de no saber qué le pasa al otro, o al hijo, y por más que te acercas, te huye, y por más que le quieres hablar, te rechaza, y por más que le quieres expresar signos, no los quiere entender… Acoger ¿qué? La respuesta es simple: la persona del otro, en cada momento de su vida. Es el tú lo que debe ser acogido, lo que necesita ser acogido. Día a día, hasta el fin. Es el simple hecho de tomarse de la mano antes de dormir, o de mirarse en los ojos para descubrir ese yo débil del otro que suplica. Porque oculta un misterio tan grande, se expresa en cosas bien pequeñas.
Es el valorar lo que dice y lo que hace, sentir orgullo de tenerlo al lado, es el desear su presencia. Es la aceptación de sus opiniones, por pequeñas que sean, siendo discretos al enmendar, sin negarlas por sistema, en especial ante los demás. Y la aceptación de sus narraciones, sin corregirlas continuamente. Es la aceptación de su realidad corporal, con sus procesos y dolencias, con sus deficiencias y envejecimiento. Es descubrir bondad en sus respuestas. ¿Puede ser que, a veces, hasta la bondad del otro nos moleste?
Hay dos pequeños y diarios signos que expresan el acogerse. Uno es al despertar cada mañan, cuando el amor empieza a reconstruirle. Otro es cuando, después del trabajo cotidiano, os encontráis. En esos momentos, aunque sea un instante, ¿sois de verdad el uno para el otro? O primero es lo tuyo, tus desahogos, tus necesidades, tus agresividades… Os invitaría a despertar, a hacer crecer en cada uno el deseo del otro, el deseo de lo mejor del otro, el deseo de su presencia, el deseo de recibirlo, de acogerlo, de guardarlo, de saborearlo. Cada uno podría escuchar como dichas por el otro las palabr as del Señor: «Mira que yo estoy a tu puerta y llamo. Ábreme y cenaré contigo y tú cenarás conmigo» (Ap 3,20).
